Estelas (primera parte)

Aunque por fuera parecía abarrotada, como todas, una vez dentro era sencillo comprobar que todo lo que quedaba allí eran recuerdos y los clientes reales se podían contar con los dedos de una mano. No se podía culpar a aquella cafetería de la falta de éxito. Estaba ubicada en una zona de tránsito, el local estaba limpio y tenía una decoración sobria y agradable, los colores oscuros de la pared y la madera del mostrador llamaban a la intimidad y el café que servían tenía un tueste perfecto. Aún así solo tres personas miraban degustaban sus tazas entregados a la lectura o a sus pensamientos.

Carlo era de los que parecía que estaba pensando. Su cortado se enfriaba, apenas sin probar, en la pequeña taza mientras él tenía la mirada fija en las estelas. Era imposible no mirar a las estelas, pero la gente casi nunca se fijaba en ellas. Se habían acostumbrado a vivir con ellas. La gran mayoría de las veces no les resultaba de interés y otras, desgraciadamente no pocas, resultaban desagradables. Quedarse con la mirada perdida en las estelas era de lo más frecuente, pero no era el caso de Carlo. Él las miraba activamente, interesado, claro que nadie en el local lo sabía, asumían que estaría pensando en sus cosas. Veía cómo se cruzaban unas con otras, algunas interaccionaban, las menos, el resto se atravesaban sin inmutarse. Las había muy densas, casi palpables, las más recientes o las más habituales, como la suya propia sobre la que estaba sentado tras haber pasado más de dos meses acudiendo a diario a ese lugar. Otras eran tan tenues que a veces se volvían imposibles de ver cuando se entremezclaban con las demás. Eso era lo que pasaba con la estela de Elia, la que Carlo seguía con la mirada cada vez que se sentaba allí a tomar el café. Entornaba los ojos en un esfuerzo en distinguir la figura completa, pero desde hacía una semana que no era capaz de ver más que pequeños fragmentos: ahora una mano, después un rostro de perfil, el brillo de los dientes que revelaban lo que antes (Carlo lo sabía de haberlo visto tantas veces) había sido una sonrisa.

Como todas las tardes, se quedó sentado hasta que la estela se marchó. Las diecisiete y veintitrés, como todos los días. Apuró su café, dio las gracias al hombre de detrás de la barra y pagó su cuenta para acto seguido marcharse. Era su ritual de las cinco, al que nunca faltaba, por eso nunca veía su propia estela.

—Es un tipo extraño, ¿verdad?

Un hombre de espesa barba encanecida, con los ojos retraídos por debajo de unas largas y enmarañadas cejas tan canas como la barba miraba a través de la cristalera del local cómo la figura de Carlo cruzaba la calle.

—Es un cliente —respondió el dueño de la cafetería sin levantar la vista de las tazas que estaba colocando—. Me paga, que es lo que importa. Y es más asiduo que tú, Casimiro.

—¡Le sobrará el dinero para dártelo a ti! —El hombre mayor alzó el mentón, fingiendo indignación, en respuesta al camarero. Después, se quedó pensativo aún mirando en dirección a Carlo—. Será un cliente, pero es extraño, Santiago. Siempre que vengo, ahí está él, todos los días, en el mismo sitio, a la misma hora. Se pide su café y se olvida de él mientras se queda embobado mirando las estelas. Hoy entrecerraba los ojos como si quisiera ver algo que estaba muy lejos, aquí, que no habrá más de diez metros de una pared a otra.

—Hay gente peculiar en todas partes. Gente de costumbres. O no quiere dejar estela. Conozco gente así. Viven tan obsesionados con ello que hacen lo mismo día tras día durante años. Da igual si hay tormenta o un tornado. Da igual si es el primer día de semana o el último. Han hecho de su día a día una rutina de la que no se salen bajo ningún concepto. —Santiago miró su masa estelar, sólo cuando alguna de sus estelas se inclinaba hacia delante sobre la barra para atender a algún cliente era capaz de distinguir su cara o sus manos. Él nunca sería capaz de vivir sin dejar estela, pensó en lo que eso supondría en su vida y añadió:— Gente con demasiado tiempo libre, desde luego. O con un trabajo demasiado mecánico, quizá.

—No creo que le importe tanto si deja o no su estela. De ser así aprovecharía el día, especialmente si va a hacer lo mismo todos los días. No creo que sea eso. Tiene que ver con lo que mira, ¿te has fijado? Yo creo que viene a ver una estela en concreto. Hay una mujer a la que siempre mira. Me di cuenta hace tiempo ya. Viene a ver una estela. La estela de una mujer, pero ya está desvaneciéndose, por eso entrecerraba los ojos, estoy seguro. Yo he sido incapaz de verla, pero seguro que él sí podía, su mirada no estaba perdida, estaba fija en algo en movimiento, sabía dónde estaba y cuándo se fue. ¿Será un acosador?

—Pobre de él si dedica su tiempo a seguir una sombra. Si de verdad le interesa esa mujer debería ir a hablar con la de verdad. No va a cambiar nada que venga aquí a verla —opinó Santiago—. La verdad es que da un poco de cosa. ¿Estará bien de la cabeza?

—A mí no me gustaría saber que hay alguien espiando lo que hice hace unos días —dijo el anciano asintiendo—, me hace entender a esos que no quieren dejar estela. ¿Te imaginas? Tener a alguien que te observa día tras día y que ni siquiera tengas la opción de volverte y pillarlo observando porque no estás ahí…

Sus palabras se quedaron en el aire mientras los dos hombres imaginaban. El tercero, ajeno a la conversación, seguía inmerso en su lectura. De pronto la nube de estelas les parecía amenazadora, como si entre ellas pudieran estar observándolos. Era de las pocas veces que observaban aquellas imágenes incorpóreas, acostumbrados como estaban a vivir entre ellas ignorándolas. Pensar en gente acosando sus estelas les produjo el mismo escalofrío que les habría dado imaginar que eran a ellos mismos a quienes observaban.

—Bueno, ¿cuánto es? —El hombre apostado en la barra decidió abandonar el tema.

Pagó con unas cuantas monedas y se marchó de allí. El camarero volvió a sus quehaceres y su conversación comenzó a disolverse en sus cabezas igual que lo hizo la estela de Elia.

Al día siguiente Carlo entró a la cafetería a la misma hora de siempre. Se sentó en el mismo de siempre. Pidió el mismo café de siempre. Como siempre, se volvió a la puerta esperando ver entrar la estela de Elia. Como siempre, el local estaba medio vacío. En esa ocasión había un par de caballeros de mediana edad hablando de deporte y una joven bebía un capuchino mientras escribía en una mesa junto a la ventana. En esta ocasión era la hija de Santiago la que atendía en la barra. En esta ocasión Casimiro no estaba en el local. En esta ocasión la estela de Elia no llegaba.

Carlo miró el reloj, era tarde, ya debería haberla visto. Entrecerró los ojos, intentando que la superposición del resto de recuerdos fantasmagóricos no le impidieran ver al de aquella mujer. Había memorizado todos los movimientos que hacía, de manera que sabía perfectamente dónde debía mirar para encontrarla. Pero nada. Ni su rostro, ni la sonrisa, ni su mano haciendo florituras en el aire mientras gesticulaba. Nada. El tiempo pasaba y una tristeza inmensa como un hambre insaciable lo oprimía. Los ojos le picaban pero hacía todo lo posible por no derramar ninguna lágrima que le dificultara buscarla. Las diecisiete y veintidós, en muy poco tiempo debería llegar a la puerta, cruzarla y desaparecer calle abajo. Las diecisiete y veintitrés, a duras manos pudo ver la mano de Elia cerrándose sobre el pomo. Pudo ver cómo su mano se desvanecía para siempre. Seguían siendo las diecisiete y veintitrés y Carlo dejó de esforzarse en no llorar.

En esta ocasión. La estela de Elia se había evaporado por completo. En esta ocasión no estaban Casimiro ni Santiago para preguntarse qué haría aquel hombre a partir de ahora. Carlo se levantó de la mesa y se dirigió a la puerta de la cafetería. A fuerza de repetición, su estela era tan densa, que era indistinguible de un ser corpóreo, sin embargo, el Carlo real seguía sentado a la mesa, con un café cortado sin probar y un tapón de pena a la entrada de sus pulmones.