#1
—Nunca había acariciado un puercoespín.
—¿A qué viene eso? Tampoco lo estás haciendo ahora —respondió con cierto tono de incomodidad.
—Ya, ya lo sé —dijo cambiando el peso de una pierna a otra y enredando sus manos en un gesto de nerviosismo juguetón—. ¿Acaso tú no te planteas a veces las cosas que nunca has hecho?
Sus miradas se distanciaban. Guillermo miraba a la lejanía, aunque no veía nada concreto, sólo pensaba en aquella última pregunta.
—Sí, a veces. Pero no digo que nunca había hecho tal o cual cosa. —Resaltó con sus dedos el verbo en pasado—. Suena a que lo acabas de hacer por primera vez.
—No, sin embargo pensaba en ello —respondió ella alegremente—. Y al pensarlo, me he imaginado haciéndolo. Eso es casi como haberlo hecho, ¿no?
—Si tú lo dices… —Pasaron unos segundos—. ¿Quieres hacerlo?
—¿El qué?
—Acariciar un puercoespín.
—No especialmente, solo lo imaginaba, no debe de ser muy diferente de tocarte a ti.
Levantó la mano, mostrando la sangre ya reseca que hacía unos minutos drenaban sus heridas. Ahora sí miraban al mismo lugar, la mano sucia de Silvia.
—Ah, eso… Lo siento.
#2
Las miradas escalaron unos pocos centímetros con timidez, indecisas. Para cuando Guillermo terminó el ascenso, los ojos de Silvia ya estaban apuntando con decisión a los suyos.
—¿Te duele?
—No —mintió la chica. Podía ver cómo las lágrimas se acumulaban en los ojos de Guillermo. Asombrada por la capacidad que tenían aquellos ojos para almacenar tanto líquido sin dejar que se derramara, se descubrió a sí misma sintiendo pena por él. Una pena inmensa que cerraba un corsé sobre su torso. Pero no de cualquier manera: lo cerraba con bastedad. Lo cerraba apoyando un pie sobre su espalda para tomar impulso, tirando de ambos cordeles a la par que estiraba la pierna. La pena se comía el aire de sus pulmones y ella se sentía ahogar—. Fue sólo al tocarte, en ese momento, pero después ya no dolía.
—Yo… —vaciló unos instantes antes de proseguir, se sentía como un imbécil. Un ser imbécil y culpable que lo único que podía hacer por Silvia y sus heridas era disculparse. Una y otra vez.— no era mi intención.
—¡Ya lo sé, tonto! —La sonrisa de la chica sacó a Guillermo de su espiral destructiva de autohumillación. A punto de que se le cayese, Silvia hizo un esfuerzo por mantener la sonrisa por todo lo alto. Ni siquiera ella misma sabía de dónde sacaba las fuerzas, si hasta notaba con plena consciencia que era incapaz de respirar adecuadamente—. Deja de disculparte, ¿vale? Venga, no le des más vueltas, ¿me cuentas por qué ya no puedo tocarte?
Recordarlo fue la gota que colmó el ojo. Los ojos. El chico comenzó a deshacerse. Las lágrimas resbalando. Las manos temblorosas. El corazón desbocado. Las rodillas queriendo claudicar. El chico terminó de deshacerse. Lo que empezó como un llanto silencioso se convirtió en un constante hipar y sorber de mocos. Con cierto dramatismo involuntario, fue cayendo de rodillas al suelo y acabó sentado sobre sus talones. Los hombros se sacudían salvajemente y las palabras, la explicación, no aparecían por ningún lado.
Silvia se moría de ganas de abrazarlo, pero el dolor de su mano aún tenía la fuerza para recordarle que fuera precavida. La pena estiró más de los cordones. El ahogo ahora ardía. Se arrodilló a su lado, con la mano herida muy cerca de él y, a la vez, muy lejos. Corrían el riesgo de morir ahí mismo ahogados. Uno ahogado por lágrimas y moco. Otra ahogada por angustia y pena.
—Estoy contigo —acertó a decir tras un esfuerzo sobrehumano.
Él pareció calmarse, pero el llanto no quiso hacerlo y, de nuevo, entrecortaba su respiración con hipos. Tras dos o tres episodios más de obstrucción nasal y convulsión torácica, todo se calmó. Guillermo se había vaciado. Vaciado de lágrimas, de dolor, de miedo, de emociones. Ya sólo le quedaba vaciarse de palabras. Le contó su historia.
#3
—Fue ayer. Después de vernos por la mañana. No sé si eso lo recuerdas o no. Me dijiste que tenías miedo, que tuviera cuidado. No podías darme más detalles, ¡ni siquiera sabías por qué te sentías así! Tendrías que haberte visto la cara. Tenías la mirada perdida, como si mirases a un horror distante que viviera a tu lado, más allá del horizonte; las palabras chocaban contra ti, sin entrar, había que hablarte con lentitud y paciencia, reposándolas sobre tu piel para que te llegaran; apenas reaccionabas, tu respiración era tan lenta que casi parecía no estar. Puede que tuvieras miedo, pero yo estaba acojonado. ¿Qué podría haber sido tan terrible que te dejara en aquel estado de shock? Te lo pregunté varias veces. No supiste responder ninguna. ¿Lo recuerdas? Fue ayer mismo.
»Cuando te dejé en casa, te quedaste mirando al televisor y ya no hiciste ninguna otra cosa. Únicamente reaccionaste en cuanto me despedí. «Voy a ver a esa loca y decirle cuatro cositas», te dije. Te levantaste de un salto y te abrazaste a mis piernas, llorando. «No vayas, ten cuidado». No sé cuantas veces me lo repetiste, hasta que te quedaste arrugada en el suelo, con toda tu atención perdida en el televisor. Aún seguía apagado.
»No te hice caso: Fui. Fui y no tuve cuidado. Creo que eso debería explicártelo todo.
La mirada de Silvia habló por ella. No. No era explicación suficiente. No lo estaba entendiendo y, probablemente, no recordaba muy bien qué había pasado la mañana anterior.
—Entré en el edificio, ese viejo de pared verde y desconchada —prosiguió Guillermo, con cierto temor a entrar en más detalles—. Sabía dónde era porque ya te había llevado allí otras veces. Pero una vez dentro… una vez dentro no tenía la menor idea de qué buscar. Probé con los buzones de la entrada, era lo más sencillo. Nombres de familias, un dentista, una abogada y, supuse que era esta, Madame Yerküre Anne. Tercero B. En ningún lado ponía que fuera psicóloga, pero a esas alturas ya empezaba a sospechar que nunca habías ido a una.
»Cuando llegué al tercero, la puerta del B estaba entreabierta y de dentro salía un tufo a incienso bastante revelador. Llamé a la puerta, pero al final acabé entrando sin permiso. No había recibidor, se entraba directamente a un salón relativamente amplio para lo que era el edificio. Una horterada de salón, quizá lo recuerdes. El suelo alfombrado con retales de diferentes colores, como hecho a plazos, cojines tirados por todas partes, velas encendidas y esparcidas por donde mirases… ni las conté, aquello era el sueño de un pirómano. En las paredes colgaban cuernos de distintas formas y colores, alguna máscara que solo podría haber sido pintada por un niño, ristras de pimientos secos atados a escarpias, separando las cornamentas y, si no me equivoco, tapando también algún desconchón que otro. En el centro del salón había una mesa baja, de las de sentarse en el suelo, de rodillas, seguro que tiene un nombre de esos raros. Una baraja de cartas estaba esparcida encima de la mesa, juraría que era un tarot. Al lado, un cuenco lleno de ceniza en el que estaba incrustada la varilla de incienso más grande que había visto en mi vida. ¿Te suena la habitación?
Un destello de reconocimiento brillaba en los ojos de Silvia. Conocía ese lugar.
—Sí, la madriguera de Yerküre Anne.
—Eso es, y ella también estaba allí —prosiguió—. Me cogió desprevenido. Estaba mirando de cerca uno de esos cuernos horribles cuando oí su voz a mi espalda.
#4
«Lo que buscas también tiene un precio». Parecía una voz de hombre, probablemente rasgada por el tabaco. Estaba detrás de mí, imponente. No por su tamaño, la verdad es que era más bien bajita, pero había algo en ella que no me gustaba un pelo. Se acercó a mí con los brazos estirados hacia abajo, ligeramente separados del cuerpo, las palmas abiertas mirando hacia delante y un ojo pintado con tinta roja en cada mano. ¡Dios! Espero que fuese tinta. ¿Recuerdas a Madame Yerküre Anne?
—Acabo de decir su nombre, reconozco su madriguera, sé que he estado con ella pero… —Silvia estaba cada vez más perdida. Todo se estaba volviendo demasiado inconexo para ella.
—Pero no recuerdas por qué.
—No, no lo recuerdo —reconoció cabizbaja.
—Fue ella quien me hizo esto, es su culpa que no puedas tocarme ahora —la voz le temblaba, pero no de miedo u odio.
—Tú no lo crees —Silvia había interpretado a la perfección el temblor y sabía qué lo motivaba—. Te culpas a ti mismo de lo sucedido. Cuéntame qué pasó en la madriguera.
No era la primera vez que Guillermo hacía un mundo de un único problema. Siempre que pasaba eso, llegaba Silvia y le quitaba «la tontería» de encima con un bofetón emocional. Era una de las cosas que le gustaba de ella. Era capaz de sacarlo de sus bloqueos mentales. Le otorgaba a las cosas la importancia que tenían, ni más ni menos. En ese momento le estaba diciendo que no importaba de quién fuera la culpa y que, si llegara a importar, sería ella quien lo juzgase.
—No me dejó hablar —reanudó la historia—. Todo lo que tenía que decir… ya lo sabía. Era como si estuviera dentro de mi cabeza. «Lo que buscas también tiene un precio», me dijo. Lo que buscaba era partirle la cara, eso era completamente gratuito. «Sin embargo no te serviría de nada». Parecía responder a lo que pensaba. Daba bastante miedo, pero aún quería hundirle el puño en la cara a esa zorra. Estaba consumido por la ira, o por la frustración, no sabría decir cuál de las dos. Se puso a tiro, a la distancia perfecta para golpearla con todas mis fuerzas, estuve a punto de golpearla. Como todo, ella ya lo sabía. Sólo necesitó unas pocas palabras para frenarme el brazo. «Eso no le devolverá la memoria a Silvia». Me quedé paralizado. ¡Puta zorra del averno! Lo sabía a la perfección. Sabía qué te pasaba, sabía por qué había ido a buscarla, tenía las respuestas y estaba jugando conmigo. «Tú se la has quitado», quería oírla confesar. «La memoria no se puede quitar, ella me la dio. Me pidió que me la llevara conmigo», sus mentiras eran cada vez más grandes. ¿¡Cómo ibas tú a pedirle que se llevara nuestros recuerdos!? Entiendo que le dieses el último año de tu memoria. Más era imposible. El último día que volviste de la «psicóloga» —matizó la palabra con el tono de voz— no recordabas nada de los últimos diez años. En tu cabeza yo no era tu esposo, sino aquel amigo del instituto al que tanto te gustaba vacilar.
—¿Estamos… estamos casados?
#5
—Ni siquiera sirve decírtelo, al rato lo olvidas —dijo Guillermo apartando la mirada hacia el suelo.
—Sin embargo te creo.
Al decir eso se le escapó una risa fresca y breve.
—¿Qué es tan gracioso?
—Al final has sido mío —respondió Silvia con un gesto de superioridad—. Sólo tenías ojos para Ana. Era horrible hablar contigo, ¿sabes? Ana esto, Ana aquello, Ana lo otro… Ana no sabría quererte ni la mitad de lo que yo lo hacía. Pero siempre era Ella, y yo sólo «la amiga a la que le gustaba vacilarte».
—Era un crío… y tonto. Más tonto que ahora, quiero decir —aclaró Guillermo, consiguiendo oír de nuevo la risa dulce de su mujer—. A mí Ana me daba igual, sólo te estaba poniendo a prueba para ver cómo reaccionabas.
—Eres un mentiroso. —Sonriendo, levantó el puño para golpearlo suavemente en el hombro, pero recordó la descarga que había sentido unos minutos antes, la sangre que empezaba a brotar de su mano. Frenó a unos centímetros del contacto.
—Creo que sobre la ropa puedes tocarme, no te preocupes.
—Entonces, ¿es eso lo que quería olvidar? El tiempo que hemos pasado sin poder tocarnos… —Silvia comenzó a analizar las diferentes posibilidades. El miedo de ser la responsable pudo con su máscara de alegría y jovialidad, con la que intentaba tranquilizar a Guillermo—. ¿fue culpa mía?
El chico se zambulló en los expresivos ojos de color verde arlequín de Silvia, brillando con una miríada de sentimientos opuestos de pérdida y encuentro, miedo y decisión, culpa y resignación y, sobre todo, curiosidad.
—No, no fue culpa tuya. Ya habías perdido la memoria cuando me pasó aquello. Lo que querrías olvidar era otra cosa, era el último año. Visitaste a esa farsante durante todo un año, la relación entre nosotros estaba empeorando. Creo que te metía ideas muy raras en la cabeza. Si es cierto que le pediste que se llevara tus recuerdos, estoy convencido de que sólo fueron los del último año de peleas entre nosotros —la mentira de Guillermo, dicha con tal convicción y aplomo, sonó como la mayor de las verdades—. No, la culpa no fue tuya. Fue de Yerküre Anne. Le pedí que te devolviera la memoria, o al menos la parte de memoria que no habrías querido darle, y me respondió lo mismo. «Lo que buscas también tiene un precio», lo repitió de nuevo.
»Estaba dispuesto a pagar lo que fuera por recuperarte, así que le dije que lo aceptaría fuera el que fuese. «No es dinero con lo que se paga mi trabajo, jovencito». No soporto que me llamen jovencito, volvía a tener ganas de pegarla, nunca me había sentido tan violento. «¿Eres capaz de renunciar a Silvia sólo por sus recuerdos?» ¡Pues claro que era capaz! Todo lo que habíamos vivido en estos diez años te han convertido en quien eres ahora, cualquier precio sería pequeño por recuperarte. «Volverá a ser ella, pero alguien como tú, que no la merece, no podrá tocarla nunca más». No creía en sus palabras, le dije que adelante, que hiciera lo que tuviera que hacer, pero que volvieras a ser tú. «Vuelve aquí cuando te arrepientas, demuéstrame que no la mereces», fue lo último que me dijo.
»Salí de ahí sin golpearla ni una sola vez, es de lo único que me arrepiento. —Otra mentira. Cada vez resultaba más fácil mentir—. Cuando te vi de nuevo…
—No recordaba nada —terminó Silvia la frase—. Sin embargo ya no podíamos tocarnos.
Cuando se vieron de nuevo, en realidad, Guillermo la encontró en el mismo sofá en que la había dejado, con la televisión aún apagada. En cuanto lo vio entrar, se iluminó su rostro y corrió a saludarlo. Con una pequeña esperanza, habló con ella como el marido que llevaba cinco años siendo, pero Silvia sólo veía al amigo de instituto. Sus recuerdos aún no habían vuelto. Guillermo pudo, al menos, reconocer cierto cambio. Percibió que su vitalidad y alegría habían vuelto a ella, ya no le parecía una autómata.
El ambiente dentro de la casa se había vuelto deprimente y opresivo, así que le propuso dar un paseo por el parque. Ella aceptó, encantada de dar salir a caminar con su mejor amigo. «Alguien como tú, que no la merece, no podrá tocarla nunca más». Aún escuchaba las palabras de Madame Yerküre Anne y, aunque no creía en ellas, tuvo mucho cuidado de no tocar a Silvia.
Dieron el paseo. Como Guillermo no hablaba, ella se dedicaba a contar banalidades mientras el sol filtrado por las hojas de los árboles incidía sobre ambos. Él caminaba dos o tres pasos por delante, ella exponía su visión de la teoría de la reencarnación mientras fijaba su vista en la mano péndula del chico al que llevaba queriendo en secreto lo que le parecía una eternidad. Cuando cerró su mano sobre la de él, una descarga, tan intensa que casi le hace perder el conocimiento, recorrió todo su brazo desde la palma. El dolor casi la hizo llorar, pero intentó aguantar mientras su propia sangre se derramaba gota a gota sobre el suelo. En cuanto separaron sus manos se cerraron las heridas, quedando solamente la sangre aún fresca. Asustados, ambos guardaron silencio y recorrieron los pocos pasos que quedaban hasta el mirador, desde donde se veía parte de la ciudad y el inmenso parque situado al oeste de la misma. No dijeron nada hasta que Silvia, pensando en el contacto con Guillermo, le dijo que nunca había acariciado a un puercoespín.
#6
—Vamos ahora mismo a hablar con Yerküre Anne. De alguna manera podremos solucionar todo esto. —Silvia se irguió, resolutiva—. Esto… ¿te acuerdas de dónde es?
—No podemos volver ahí —el miedo confería un tono autoritario a la voz de Guillermo—. Sólo lograremos empeorar las cosas.
—Esta vez vamos juntos.
Sin dudarlo un segundo, Silvia agarró de la mano a Guillermo y tiró de él con paso decidido, alejándose de la barandilla del mirador. Ignoró la nueva descarga, ignoró la sensación líquida que se extendía entre las manos de ambos y goteaba al suelo, ignoró sus propias lágrimas de dolor que no podía evitar derramar. «Esta vez vamos juntos». ¡Y vaya si irían juntos! No estaba dispuesta a ver de nuevo a Guillermo como lo había visto aquel día.
—¡Qué valor! —comentó asombrado el gato que miraba a la pareja. Se levantó, dio dos vueltas sobre sí mismo y volvió a sentarse sobre el monumento egipcio, en el centro del parque—. Es muy doloroso, ¿verdad?
—Un poco más de lo que puedas imaginar —respondió Yerküre Anne, sentada a la derecha del gato—. Pero no sé si te refieres a él o a ella.
—Se quieren. No sé por qué has sido tan mala con ellos.
—Siempre soy la mala —dijo sin volver la vista al felino—. Se quieren, pero no podían hacerlo con los recuerdos de Silvia.
—¿Tan terribles son?
—Su niño murió. Muerte súbita. Ambos se culpan. Guillermo se refugió en Silvia, pero ella se perdió a sí misma. No podía quererse a sí misma, no podía querer a Guillermo, no podía querer a nadie. Acudió a mí como psicóloga, pero al cabo de los meses, cuando descubrió las cosas que podía hacer, me pidió que me llevara todo, que borrara ese sufrimiento y que se lo ahorrara a Guillermo también. Me dio sus diez años de recuerdos.
—Entonces por qué le echaste esa maldición a Guillermo —repuso el gato.
—Es un regalo. Me pidió que le devolviera la memoria, salvo el último año. Quería protegerla, ser él el único guardián del recuerdo de su hijo. Estaba dispuesto a no tener con quién sufrir por aquello.
—La verdad es que no logro entenderte, Yerküre Anne.
Cuando llegaron a la madriguera, todo estaba como lo recordaba Guillermo. Las alfombras, los cuernos, las máscaras, los cojines… todo estaba igual. Salvo la mesa, sobre ella ya no había una baraja de tarot. En su lugar, encontraron una nota, escrita del mismo color que los ojos pintados en las manos de Yerküre Anne. «¿Te arrepientes ya de tu decisión?»
#7
Silvia miraba con atención en todas direcciones, intentaba reconocer el lugar. Había estado allí antes, lo había reconocido en la descripción de Guillermo e incluso le había dado nombre: La madriguera de Yerküre Anne. Su atención, tan focalizada como dispersa, hizo que no reparara en la nota sobre la mesilla. Mientras tanto, la rabia se apoderaba del chico según leía aquella pregunta y se sentía de nuevo utilizado por la pitonisa. Recordó cada una de las palabras que le había dicho con aquella voz rasgada y grave. Para él, la respuesta a aquella pregunta era clara y firme. Aunque Silvia no había recuperado la memoria, volvía a ser ella misma. No necesitaba más, merecía la pena. Acababa de entender que no necesitaba que recordara nada más, siempre y cuando siguiera siendo ella. «Lo que buscas también tiene un precio». Recordó cada una de sus palabras. Pagaría con gusto. Con la nota sujeta por una de sus esquinas, dejó que se consumiera sobre el fuego de una vela.
—¿Qué haces?
—Yerküre Anne no está aquí —respondió Guillermo, soltando el último fragmento de papel para protegerse los dedos de la llama—. Estoy quemando una nota que me ha dejado. Creo que disfrutaría diciéndomelo en persona, si lo ha escrito es porque no espera verme de nuevo.
—¿Y qué decía la nota?
—Me preguntaba cuánto te quiero.
El silencio se llenó con el crujir de la última porción de celulosa convirtiéndose en ceniza. Allí no encontrarían a la culpable de sus males.
—Oye… ¿qué vamos a hacer ahora?¿se te ocurre dónde buscarla? —Silvia ya casi se había inmunizado a la presión del corsé de pena. Aún recordaba el rostro amargo de él en cuanto supo, al verla sangrar, que no podría volver a tocarla.
—Ni idea. No creo que podamos encontrarla —respondió Guillermo, resignado—. Estamos hablando de alguien que puede borrar diez años de tu memoria y hacer que te desangres cada vez que me toques. Si no quiere vernos más, no la veremos más.
«Vuelve aquí cuando te arrepientas, demuéstrame que no la mereces». Se repetía en su cabeza una y otra vez.
—¿Y qué hacemos? —Silvia aún seguía buscando inocentemente una solución.
«Demuéstrame que no la mereces».
—Volvamos a casa, haremos lo que podamos con lo que tenemos.
«Alguien como tú, que no la merece, no podrá tocarla nunca más». Guillermo no podía hacer mucho con lo que tenía, no podría tocarla más. Se giraron hacia la puerta, rumbo a su casa. Antes de abandonar la madriguera, Silvia preguntó de nuevo.
—¿Cuál es la respuesta?
—¿A la nota de Yerküre Anne?
—Sí, ¿cuánto me quieres?
—Todo. Te quiero todo.
«Demuéstrame que no la mereces».
—Guillermo… —dijo Silvia, sonrojándose—. ¿Quieres salir conmigo?
«Alguien que no la merece no podrá tocarla». Guillermo se anegó en lágrimas. Por supuesto que quería. Como no encontró la voz para decirle que sí, respondió rodeándola con sus brazos. La merecía, por Dios que la merecía. Se lo acababa de demostrar a Yerküre Anne. Se lo acababa de demostrar a sí mismo. Ambos se arrodillaron en el suelo, envolviéndose, guardando los sollozos del otro. No hubo descarga, no hubo dolor, no hubo sangre. Sólo un abrazo, limpio e inofensivo. Porque los puercoespines también se abrazan.
#8
—Pero no ha recuperado la memoria. —El gato estaba sentado a la izquierda de Yerküre Anne, invisible, a un metro de la pareja arrodillada.
—Tienen lo que ambos querían, una segunda oportunidad —Yerküre Anne, igual de invisible, miraba con ternura a ambos—, y con suerte él habrá aprendido el valor de sentirse merecedor de lo que tiene. Mientras sepa valorarse, podrán estar juntos.
—Un regalo —recordó el gato.
—Un regalo —confirmó Yerküre Anne.