Ago’12: Brujería (Primera parte)

El fuego no lame. No baila ni juega. No es la lengua del perro, chorreante de saliva, que acude feliz a saludar a su dueño. Son sus despiadados dientes, es su manera de comer. El fuego atenaza la carne y después, con toda la fuerza de su cuello, tira hacia atrás desgarrando, arrancando vilmente. Mastica con la boca abierta dejando caer pedazos agónicos que serán devorados más adelante por las mandíbulas intangibles de la llama.

El fuego no centellea en destellos danzarines. El fuego fulgura y consume. Ciega de brillo, de humo y de llanto. No salta alegre de rama en rama, se abalanza sobre su próxima presa: Un árbol, una casa, una ciudad, un bosque. Pero, sobre todo, el fuego no purga. El fuego no decide qué destruye. No limpia ni salva. No encomienda a nadie las almas de los condenados. El fuego es fugaz y poderoso. Tras de sí sólo queda su huella de ceniza. Por delante, el tórrido anuncio de su llegada. Bajo él, el crepitante grito de agonía de su víctima, como un susurro: Crrr, Crrr, Crrr.

En algún momento alguien, en algún lugar, decidió que el fuego libraría al mundo de la brujería. Y así pudo ser.

Eneida dejaba caer el peso de su cuerpo sobre el grueso tronco que tenía a sus espaldas. Sus pies, desnudos, notaban la punzante presión de las múltiples ramas colocadas en forma de montículo que se astillaban bajo su piel. Se erguía firme, elegante y orgullosa. Tenía el cuerpo cubierto con un humilde vestido marrón verdoso que ocultaba sus piernas por encima de los tobillos. A ambos lados del cuerpo sus brazos caían sin fuerza, aprisionados por varias de las cuerdas que impedían a la bruja moverse de aquel lugar. La tensión de su cuerpo era casi nula, resignada, ajena a la situación en la que se veía envuelta. Con la cabeza dirigida al cielo y los ojos cerrados recreaba sus antiguas memorias. El viento incesante creaba olas caqui sobre sus pies y enredaba su negro cabello entre las cuerdas en su cuerpo y el leño que sustentaba la pira. La misma corriente arrastraba de una esquina a otra de la plaza el olor de la ciudad. El aroma de las calles era una cuidadosa mezcla entre el moho rancio de la ropa de sus transeúntes y la basura que flotaba sobre el subterráneo río fecaloideo que hacía las veces de desagüe de la ciudad, con una pizca concentrada de las especias que se vendían en un mercado cercano. Todo ello sobre una base de perfume de caballo y perro, con trazas de algún otro animal. El aire, en su incesante cruzar, se arremolinaba entre el gentío que abarrotaba la plaza para disfrutar del espectáculo. Los espectadores con mejores vistas callaban expectantes. Los que tenían peor perspectiva de lo que sucedía esperaban con ansiedad el grito que diese inicio a la fiesta de la columna de humo mientras se entretenían aullando y riendo.

-¡Es una bruja!

-¡Quemadla!

Los gritos saltaban hasta los pies de la ondeante falda de Eneida. Admirados por el orgullo de la bruja, quienes tenían una visión completa de su estirada figura, dejaban pasar sin más el clamor de la muchedumbre, sin unirse al huracán de voces. Las cinco letras que la condenaban sonaban por doquier, girando en espiral, como un eco caprichoso que hacía canon consigo mismo. Bruja, bruja, bruja…

-No tenéis ni idea de lo que es la magia. –Pensó Eneida. –En realidad soy hechicera.

El mundo estaba olvidando la magia. Había desaparecido prácticamente por completo. El miedo disecó la historia, el tiempo la barnizó con ese tinte irreal que convierte el pasado en leyenda, cuento y mitología. El único esbozo de magia que quedaba en el mundo era el terror absoluto a su existencia, fruto de la sensación de debilidad de quienes no estaban obligados por nacimiento a utilizarla. La caza de brujas había comenzado hacía más de doscientos años y ninguno de los asistentes a la ceremonia purgatoria de aquella plaza recordaba por qué se inició la irracional persecución que ahora victimizaba a Eneida. Con el éxito de la caza, la hechicería se había desflecado hasta ser los pocos jirones que ahora se agitaban al viento, atados al poste, alrededor de la pira. Inicialmente los hombres, con su poder político, se desvincularon de toda sospecha. Pero sin mujeres que les brindasen su apoyo perdieron poder y su magia fue muriendo sin necesidad del vil fuego. El miedo persistió aun cuando no quedaban hechiceras que perseguir. No fueron pocas las inocentes víctimas de las insaciables llamas.

Las nubes sobre los ojos cerrados de la muchacha ajusticiada se movían con velocidad, como si intentasen huir para no tener que ser testigos de lo que sucedía a su sombra.

-Eneida Ádhaimh, ha sido vista convocando criaturas mágicas que sirven a su voluntad, hijos de Satanás que conscientemente ha invitado a nuestro mundo. Por ello la condenamos a morir en la hoguera.

Tradicionalmente aquel era el momento en que el condenado tenía derecho a sus últimas palabras. La masa de voces y alaridos habría silenciado cualquier palabra que hubiese pretendido pronunciar. No se molestó en hacerlo.

-¡No la dejéis hablar! ¡Intentará embrujarnos con sus palabras!

-¡Que la quemen ya!

-¡Muerte a la bruja! ¡A la hoguera con ella!

Al oír los motivos de la acusación, la hechicera recordó el momento en que se descubrió como bruja. Una sonrisa limitada a una de las comisuras se alojó en su juvenil rostro recordando cómo aquel repugnante ser que hacía llamarse hombre perdió la compostura, y casi la razón, cuando llamó a Daly. Realmente no había convocado a su compañero mágico, siempre solía andar cerca de ella. Simplemente, muchas veces no era visible ante cualquier mirada.

A pesar de la situación en la que se encontraba aún le hacía gracia la cara de asco y sorpresa del hombre que, al abalanzarse sobre ella levantando la parte inferior de su vestido de una sola pieza, en lugar de descubrir el camisón interior de lino y, al final de éste, las piernas de Eneida, encontró lo que menos esperaba. La cara verde tierra de Daly y su enorme nariz con forma de berenjena aplastada, su piel verrugosa, sus ojos de un negro brillante que reflejaron la poca luz que pudo entrar cuando el noble levantó la falda de la muchacha; todo ello soltó su aliento como una nube de gas prácticamente en la boca del desgraciado. En el lugar donde pretendía haber hallado el pudor y la inocencia de una muchacha indefensa encontró la ronca risa burlona del duende.

-Hola, guapo. ¿Quieres pasar un rato agradable conmigo?

En la imaginación de Eneida, los incesantes alaridos del público se transformaban en los aterrados gritos del hombre al perder la cordura frente a Daly. Lo que recordaba después se volvía borroso. Aullidos, golpes, sacudidas. Cada nuevo impacto amenazaba con sacar de su cuerpo la magia que guardaba la hechicera.

Gustaba de liberar su poder por la noche, lejos de miradas inquisidoras. No tener el Don habitualmente daba pie a la falsa creencia de que era relativamente sencillo ocultarse de los cazadores de brujas. La gente comúnmente pensaba que, para no ser nunca descubiertas, para las brujas era suficiente con no hacer uso del poder de la magia. No era una opción que pudiesen contemplar los condenados a usarla. No era algo que crearan o convocaran. Su cuerpo la destilaba, liberándola constantemente. Estaban obligados a darle uso. En el mejor de los casos podían contenerla durante un día. Los hechiceros con mayor resistencia eran capaces de resistir dos.

Los recuerdos seguían volando en la mente de Eneida: Los alaridos desencadenados por el mordisco de Daly cerrándose sobre la pierna del hombre se seguían de más golpes que terminaron por atraer una multitud hambrienta de espectáculo, sedienta de poder dormir una noche con la paz de saber de una bruja menos en el mundo. Otro grito la alejó de sus pensamientos, devolviéndole la realidad de su condena.

-¡Muere, demonio! Que el fuego que te consuma sea eterno.

Para la hechicera fue un esfuerzo no liberar el insustancial líquido que llevaba acumulando desde la tarde anterior. Eneida bajó la cabeza y abrió los ojos para mirar a la muchedumbre que celebraba su muerte, anticipando su deleite. Podía observar en el reflejo de sus miradas el brillo del fuego que la condenaría. Desde luego, era un esfuerzo contener la magia. Estaba siendo condenada a no realizar esfuerzos nunca más así que, ¿por qué no empezar ahora?.

Los más cercanos a la pira, aún apagada, quedaron completamente hipnotizados por el refulgir del iris de la maga. Los dos orbes de color similar al de su sencillo vestido resplandecían una vez liberados de la prisión de sus párpados. Si iba a morir, moriría reviviendo la magia que hacía años no se veía en la tierra. Les daría el terror con el que habían creído vivir.

Daly, que desde el incidente había permanecido oculto limpiándose con una de sus largas uñas un pequeño trozo de piel que había quedado encallado entre sus dientes, entendió que su amiga no tenía intención de escapar.

-¡Enyd! ¿Qué estás haciendo? ¡Desaparece!

Los labios de Eneida se separaron unos centímetros para permitir que la magia saliera. Detrás de su luminosa mirada comenzaba a dar forma con su imaginación al hechizo que estaba a punto de liberar. Las amenazas de condena cesaron para dar pasos a alaridos de terror. La gente chocaba unos con otros, cayendo al suelo, pisándose, arrollándose. Sólo unos pocos se quedaron tratando de no mostrar su miedo a las consecuencias. Su deber les obligaba a permanecer en ese lugar y cumplir con el anhelo colectivo de ver muerta a la bruja. Se miraban unos a otros esperando que alguien diera la orden de encender la pira. Pero el responsable ya había huido.

Cuando la hechicera terminó de imaginar la forma que adquiriría el hechizo, a punto de liberarlo por completo, el silencio absoluto cayó sobre la plaza. Ni siquiera los gimoteos de Daly tirando del pie descalzo de Eneida producían sonido. Una pequeña forma de un blanco perfecto descendió flotando por el aire. Era como un copo de nieve del tamaño de una nuez que irradiaba una tenue luz tan blanca como su misma esencia. Al verlo, quienes no poseían el don se echaron las manos a la cabeza para protegerse del potencial daño, pensando que sería el sortilegio de la bruja. Sólo algunas personas entre el público sabían qué era aquello, las condenadas a fingir su falsa normalidad. La mujer atada al poste en lo alto del escenario había oído hablar de ello. Incluso su minúsculo amigo mágico abrió desmesuradamente los ojos al verlo, creando en su rostro una facies ridícula con sus ya de por sí enormes ojos dominando toda la estampa. Era un deseo. Hacía siglos que nadie había avistado uno de ellos, habiendo llegado a convertirse en un mito incluso entre los magos, que no creían en su existencia. Habían surgido numerosas leyendas a su alrededor, desde las hadas a las estrellas fugaces.

Eneida sintió el calor del enorme copo de nieve cuando se aproximó a su rostro. Notó cómo aquel ojo flotante sin iris ni pupila almacenaba tal cantidad de magia que ni el mayor de los concilios de hechiceros en la tierra hubiese podido igualarlo. No sabía de dónde había surgido, nadie sabía quién creaba los Deseos. Dio por finalizado su sortilegio antes incluso de crearlo, derivando toda su atención en la blanca esfera de magia pura. Sus labios se movieron al compás del silencio que aún cubría la plaza.

-Deseo que renazca la magia.

El calor que emitía la lenta estrella fugaz caída hasta la plaza comenzó a incrementarse a medida que lo hacía el que notaba la condenada a muerte dentro de su cuerpo. Aumentaba como un borboteo, en pequeñas explosiones. Pompas invisibles de calor estallaban en gotitas de temperatura que irradiaban la sensación térmica al caer suavemente arrastradas por el viento.

La pira prendió. El Deseo se disolvía en su propia temperatura mágica, dividiendo el mundo en dos. Las llamas crecieron para ser testigos de la división.

Daly, sorprendido sobre la madera en el momento más inadecuado, saltó alejándose de los pies de «su Enyd» y correteó como un ascua siseante. En la plaza sólo podía verse del ser mágico cómo una gota de fuego de medio metro se deslizaba a gran velocidad sobre el suelo de piedra. Los grititos del duende se acompasaban con los palmeos que se atizaba para apagar las llamas. La poca ropa con la que solían vestir aquellas criaturas no era alimento suficiente para la llama, convirtiéndose pronto en rescoldo y ceniza. La carrera del pequeño monstruo terroso terminó en un resbalón, golpeando con su trasero, ahora desnudo, la dura roca. El dolor del impacto le hizo olvidar por un instante el hambre de combustible que le había envuelto. Cuando quiso recordarlo no estaba allí, se había consumido con el resto de su ropa. Cesada la urgencia se permitió echar un vistazo a la escena que había desencadenado el Deseo. Desde su aplanado trono, era el único capaz de ver como la vida de todos los presentes se dividía en dos. Reconoció los finos dedos, acabados en unas brillantes y no muy largas uñas, de su amiga. La imagen de aquellas manos casi perfectas se velaba cada pocos segundos por la cortina ondeante de las llamas que envolvían a Eneida. También pudo ver cómo la vida de la hechicera tomaba, justo en aquel momento, dos caminos que la marcarían por completo.

En el primero de ellos, las cuerdas ceden al desgaste del fuego y dejan libre a la condenada, que se aleja de las dentelladas del calor de la muerte al verse desatada. Él la sigue para guiarla por los caminos menos transitados. La encuentra débil y apagada, como si el fuego que no ha consumido su cuerpo hubiese hecho lo propio con su alma.

En el segundo, es la piel de la hechicera la que no es capaz de resistir el abrasador abrazo de la pira, mostrando las primeras heridas enrojecidas como la llama viva que la acosa desde todos los ángulos. Sólo un hombre con más valor que cabeza se atreve a saltar sobre la hoguera para derribar el mástil en el que está atada la mujer que parece de cera. Cuando caen ambos al suelo, rodando para apagar los restos del planeado incendio, la soga ya es fácil de quebrar. Los pocos jirones de ropa son incapaces de cubrir la desnudez de Eneida, pero las heridas que cubren todo su cuerpo le hacen perder todo el atractivo que antaño poseyó. Ambos se alejan lentamente, renqueando con una dolorosa cojera.

Daly miró los dos caminos que seguiría la hechicera y se levantó siguiéndola en el único que él podía recorrer. Compensaba la longitud de sus piernas con movimientos rápidos, por lo que en pocos segundos la había adelantado y podía guiarla con mayor comodidad. Eneida caminaba detrás del duende como una autómata.

-Enyd, espera. Mira aquí, esta es la mejor salida. –Dijo girando el cuello para mirar por encima del hombro a la hechicera mientras con uno de sus rugosos dedos señalaba hacia una callejuela estrecha.

La mujer dejó escapar una risita al mirar el desnudo trasero que le mostraba el duende, malinterpretando la frase. La criatura, que recordó al momento que también había sido víctima de las llamas, se giró hacia ella completamente, con la cara arrugada por el enfado. Tenía que inclinar demasiado la cabeza hacia arriba para establecer contacto visual, pero su indignación hacía que no perdiese un ápice de presencia al realizar aquel gesto. A punto estaba de reprocharle su mala suerte y exigirle algo de su apenas dañada ropa cuando vio, por detrás de su amiga, en la distancia, una desnuda y quemada Eneida alejándose con su cuerpo deshecho apoyado sobre el hombre que la había salvado.

Decidió callarse y seguir su camino.

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