Es muy difícil entender los estados de ansiedad y depresión si no los has vivido.
Ah… ¿entonces para entenderlos hay que vivirlos? No. No necesariamente. Muy difícil no es imposible y entender no es sentir exactamente lo mismo. Como mínimo basta con saber que es difícil, por lo tanto si el único recurso del que disponemos es la imaginación, tratar siempre de ir un paso más allá de lo que podamos imaginar.
¿A qué viene esto? Muchas veces, cuando nos encontramos rodeados de tanto sufrimiento físico, es muy delicado entender el psíquico e incluso se le resta importancia. «Si no le duelen las articulaciones da igual que usted esté deprimida, porque hemos conseguido pasar de que le duela a que no lo haga, eso es un avance y debería alegrarse por ello.» O peor aún: «Lo único que tiene es que está deprimida, es usted quien quiere estar así, deje de pensar cosas tristes.»
Uso el femenino no como estereotipo, sino porque B., una persona concreta, es una mujer. Una mujer que ha tenido que oír esto muchas veces.
La primera vez que vi a B. estaba completamente aterrorizada. Llevaba semanas viendo avances incompletos, fluctuantes, inesperados tanto en su llegada como en su marchar. No sabía a qué atenerse. De pronto podía estar ahogándose que le dejaban volver a comer porque la medicación ya hacía efecto. La primera vez que me vio, lo poco de ella que aún aguantaba a flote se hundió. Lo podía leer en sus ojos: «Otro médico, otro problema nuevo.» Y así era. No era la gran cosa, pero era otro problema más. Estar encerrada en esa habitación no ayudaba.
—Sí, B., es un problema más. Pero no es grave ni peor de los que estás teniendo aquí. —intenté suavizar—. Además ya estamos poniéndole solución.
Tardé un buen rato en conseguir que bajara un poco el nivel de estrés. Siempre es más fácil entender a alguien cuando no una emoción excesivamente fuerte generando interferencias.
—Estás triste —dije lo que era obvio, no tenía sentido decirlo en alto pero aún así lo dije—. Tienes miedo de lo que pueda pasar. Además estás aquí encerrada. Quieres salir pero eso también te da miedo.
Nada de lo que decía eran preguntas, pero ella contestaba a todo que sí.
—Pero hay más. Estás triste por más cosas. Se te están juntando todas.
Ella asentía a todas las no preguntas.
—¿Tienes alguna situación en casa que te genere esta tristeza?
Era la primera pregunta, pero respondió como a todas las demás. Sí.
—¿Tiene solución —indagué más— o puede tenerla? Si la hay, ¿está cerca de solucionarse?
El primer «No.»
Me senté a su lado y cogí su mano. Intenté aferrarme a los hechos que sumaban en aquel estado de ánimo que sí podía disipar un poco.
—Estás mejor, B. Es cierto que a ratos empeoras, pero nada que ver con cómo fue unas semanas atrás. Hace tres semanas estabas en la UVI. No la has vuelto a pisar, ni falta que te hace. Yo vengo a verte por una tontería. Una tontería que es importante que solucionemos, pero una tontería. Y lo vamos a solucionar. Probablemente te vayas a casa en poco tiempo y, si se alarga, acabaremos pudiendo levantar el aislamiento para que puedas aunque sea salir de la habitación. Con respecto a tu situación en casa —era el momento de lanzarse a la piscina con lo que <>—, si no tiene solución, tendrás que afrontarlo y sacar fuerzas de donde no las haya. Es algo que solo tú puedes hacer. Pero estás rodeada de situaciones que te lo dificultan. Para todas esas dificultades, pídenos ayuda. Pide ayuda a tu familia. Pide ayuda a quien sea.
Seguimos hablando. Al poco rato estaba mucho más calmada. Estaba sonriente. Estaba animada. Al menos para unos minutos. Estoy convencido de que no fue la conversación, fueron las manos. Manos antidepresivas. Es el hecho de que alguien que no conoce de nada entre, se siente a su lado, le coja de las manos y le diga «dime cuales son tus problemas,» en lugar de venir a contarle cuáles son sus problemas. ¡Como si ella no supiera cuáles son realmente sus problemas!¡Como si yo supiera cuáles son realmente sus problemas!
No se trata de la acción de escuchar, se trata de la actitud de escuchar. El poder de curar está en todos nosotros, siempre sabiendo elegir nuestras «batallas.» No puedo solucionar su problema, pero si algunos de los obstáculos que han surgido alrededor. Por eso le dejo dos cosas claras: Afróntalo como sea (y digo como sea porque no sé cómo afrontarlo) y los demás te ayudaremos en quitarte obstáculos del camino (siempre y cuando lo pidas).
Está claro que NO entiendo su depresión. NO entiendo cómo se siente. NO entiendo por qué se siente así. NO entiendo por qué da más importancia a unas cosas que a otras. NO entiendo que el prisma desde el que mire sea oscuro. Porque no lo he vivido. Y como no lo he vivido, tengo que creer en lo que ella me diga y no en lo que me diga mi cabeza:
«No es para tanto.»
«Ella se lo busca pensando tan negativamente.»
«No quiere que la ayuden.»
Son pensamientos que pueden surgir en cualquiera de los que no entendemos a B. Pero tengo claro una cosa y es que si no entiendo por lo que pasa ella, al menos tendré que creer lo que me cuente. Y si me dice que se encuentra incapacitada para salir adelante, asumir que significa eso: incapacitada.
El poder de curar está en todos nosotros. Pero para poder usarlo, primero tenemos que saber qué estamos curando. No podemos curar un «estoy hundida» pensando «no es para tanto» o «podría ser peor» o «no quieres levantarte por tu pie.» Pero tampoco podemos curar un «estoy hundida» comprendiendo a la otra persona, ayudándola en todo lo que esté en nuestra mano o sentándonos a su lado, escucharla y cogerla de las manos. No somos tan poderosos. Debemos saber elegir nuestras «batallas.» El poder de curar está en todos nosotros y con él podemos intentar curar su sentimiento de incomprensión, su sentimiento de soledad, su sentimiento de aislamiento. Todo lo demás está fuera de nuestro alcance, pero habremos marcado la diferencia cuando hayamos convertido nuestras manos en el mejor antidepresivo y nuestra presencia en el mejor «desaislamiento» hospitalario.