Últimamente estoy muy distraído. Me centro con dificultad… más bien no me centro. Voy dando saltos mentales (y mortales) entre un tema y otro, entre recuerdos e imaginaciones y, sobre todo, historias y detalles de la novela, de la que me encuentro más cerca desde la convención literaria del pasado fin de semana.
Es por eso que cuando bajo del autobús no sé si lo estoy pensando o está sucediendo de verdad. En realidad sí lo sé, está sucediendo. Subo la cuesta hacia mi calle mientras la oscuridad hace acopio de mí. Todas las luces están apagadas. Sólo algún edificio muestra un chorrillo de luz desde no muchas de sus ventanas. Todas las farolas apagadas y la única luz es el intermitente de un coche a unas cuantas decenas de metros, las luces de emergencia de los comercios y un grupo de gente con linternas algo más cerca que el vehículo. Avanzo por la calle pensando en si debería temer al grupo con linternas, se supone que si está oscuro se debe temer todo más. A mí no me pasa eso, a mí me gusta esa sensación. Paso a su lado, las linternas están sobre sus cabezas, parece que están tratando de arreglar lo que sea que haya provocado esta situación.
A lo lejos (pero no mucho) se escuchan voces. Voces que vienen de ninguna parte hasta que su silueta negra se recorta sobre la diferente tonalidad de negro de la noche. Paso el coche con los intermitentes, está parado. Una luz blanca cubre como una fina manta (por su debilidad) mi camino. Es otro coche que está dando marcha atrás. Me percato de que no emite ningún sonido. No hay sonido alguno. Ni del coche, ni del viento, ni de las sombras que acabo de adelantar, ni de mis pasos. Me abstraigo en el silencio, lo disfruto. Pienso en escribir esta situación de silencio y oscuridad que estoy viviendo, posiblemente ya lo pensaba antes. Es como recuperar la magia de una ciudad que la ha perdido. Con la simple oscuridad de una calle de la sensación de estar en un pequeño pueblo en cualquier montaña perdida. ¿Cómo sería Madrid oscura y silenciosa? Me gusta imaginarlo, una ciudad que adoro sin saber muy bien por qué convertida en puro sortilegio de sueños y divagaciones. Estaría bien que algún día se organizase algo así.
La luz vuelve, la calle se ilumina de nuevo, pero no es la luz normal, son dos focos paralelos por la calzada. Miro a mi alrededor buscando sonidos y la calle me devuelve el del vehículo que se acerca. Suena como si fuera una motocicleta. Cuando vuelvo a mirar, el único faro de una moto pasa veloz a mi lado. Juraría haber visto dos focos, es más, estoy casi seguro (realmente creo estar seguro, pero no me con vence escribirlo sin el “casi,” así que debe ser que no lo estoy del todo). Detrás de la motocicleta comienzan a venir coches, tres o cuatro. Suenan como ríos. Ríos inconstantes que vienen y se van en un sube-y-baja de volumen hasta que desaparecen de nuevo. Suenan como viento. Ráfagas de viento, agua y un inconfundible sonido a artificial. Todos vienen de cara, deslumbrándome. El último se acerca por detrás como un educado “imita-vientos“ que no desea dañar mis maravillados ojos. De pronto ceden los coches y el ruido. Lo que queda es nada. Una nada de color rojo freno del coche que se aleja. Una nada que dura eso mismo, nada, porque la luz no se desvanece. El parque está iluminado, sus farolas sí que funcionan. De hecho lo hacen con la suficiente potencia como para iluminar este tramo de la calle, pero la calle sigue apagada, sigue pareciendo irreal. Camino por la acera opuesta a la luz arropándome con las sombras para disfrutar de la inusual sensación. A lo largo de toda la calle no había reparado en todos los coches aparcados a ambos lados de la calzada. Por algún motivo lo hago ahora. El motivo es el brillo azulado que emite el interior de uno de ellos. No hay nadie dentro. Tampoco nada que debiera emitir luz. Tres extrañezas ya (sin contar toda la situación): un coche marcha atrás que no suena, otro que es una moto y un tercero que brilla sin motivo lógico. Sin motivo lógico pero con explicación. Al centrarme en todos esos detalles soy capaz de crear una excusa (corta o larga, como una historia) capaz de justificar los hechos y borrar su pátina de rareza e irrealidad. Al fin y al cabo son los matices que le demos a lo que observamos. Matices, me encanta esa palabra. Últimamente la uso a menudo. Con ella podemos justificar prácticamente todo (“es que el matiz es otro”) sin cambiar absolutamente nada. “No es que no me centre, es que estoy muy disperso, el matiz no es el mismo.” El pensamiento me lleva al portal de mi casa. Un coche está encendido para iluminarlo mientras tres personas cargan un vete-a-saber-qué en su maletero. Es fácil encontrar la llave del portal así. Aquí acaba el paseo místico-surrealista-inspirador, me reciben las fuertes luces de emergencia del portal. He vuelto a la luz. ¿Eh?¿Luces de…? Sí, la iluminación es relativamente potente pero diferente, tampoco hay luz en el edificio. ¿Y las luces de los otros edificios? Serán velas, pero a mí me han parecido luces de bombilla… otro dato extraño. Esto significa… lo pienso al mismo tiempo que veo los ascensores apagados. Toca subir los ocho pisos andando. No se ve muy bien, los tragaluces son de vidrio translúcido grueso (como una naranja o un melocotón grandes) y dan a terrazas particulares, la mitad de ellas llenas de plantas que bloquean el paso de la luz. Subo contando los pisos, hasta el segundo. Pienso de manera literaria, como si ya estuviese escribiendo lo que después escribiré, de hecho creo que va a diferir mucho lo que pienso con lo que escribiré cuando me ponga ante el ordenador. He perdido la cuenta de los pisos. Preparo el móvil para iluminar. Ni lo hago porque el siguiente ventanuco parece dejar pasar más luz. El símbolo sobre la puerta parece un siete, pero no lo veo claro. Ilumino. Es un siete. La escalera da más miedo con la luz de una linterna que a oscuras. Apago el movil. Según saco las llaves para abrir la puerta de mi casa pienso antes de hacerlo que probablemente no haya luz y con ello no tenga ordenador donde escribir. Acierto. Afortunadamente tengo varias velas y el cuaderno con el bolígrafo a mano. Mis padres están esperando para acostarse. Saludo, besos, charla breve y a escribir. Cuatro velas sobre la mesa (una de ellas en su quemador de aceite perfumado) me animan a escribir en el romántico rincón de mi mesa. Romanticismo que destruye mi madre cada vez que viene a preguntarme cosas absurdas (o que puede dejar para dentro de veinte minutos, cuando termine de escribir). De frente, por la ventana, veo las luces del edificio vecino: velas y linternas. Me gusta. Cuando estoy llegando al portal en el texto (de hecho, justo antes de descubrir que no funcionan los ascensores), la luz vuelve. El sonido de una iglesia en una película de miedo y un sonoro “¡SOCORRO!” invaden la casa. Mi madre se levanta a apagar la televisión. Se acerca a mi cuarto y me tenso pensando que encenderá la luz.
-Ya ha vuelto la luz.
-Lo sé. No rompas la magia.
-No rompo la magia. Es que me ha despertado la luz de la mesilla y el volumen de la televisión del salón.
Lo dicho, nada que no pueda decirme en diez minutos (o que no haya descubierto yo al oír el volumen atronador al que estaba la tele). No me molestan, en absoluto. Y los quiero con locura. Pero es completamente imposible centrarse en una historia en su casa. Les salta una especie de alarma que les ordena acercarse a “preguntar, recoger, comentar, hablar del tiempo…” que me obliga a responder cortante y seco para no tener que perder mucho tiempo en explicarles que estoy “inspirado” y perder en ese tiempo el hilo de la historia.
Miro al edificio que tengo frente a la ventana. Todo bombillas encendidas. Debo ser el único que sigue con velas. Las apago de una en una. Una. Dos. Tres. Apenas veo. Cuatro… Me encanta el olor de las velas y los fósforos recién apagados.