Feb’13: Nadie

Mirar hacia atrás y no huir es peligroso.

Huir mirando hacia atrás es peligroso.

Pero, sobre todo,

huir y no mirar hacia atrás es peligroso.

El gran edificio de piedra dominaba el paisaje. Cubierta con la oscura piel de la noche, la ciudad dormitaba, pero no sus habitantes. Las luces que en otra hora cuelgan de los edificios flanqueando las puertas y huyendo por las ventanas se habían congregado, igual que los ciudadanos, en el inmenso Seo. La construcción, el castillo de piedra y cristal, albergaba toda luz viva en la ciudad esparciendo su esplendor sobre las casas tenues, que tenían prohibido ser iluminadas hasta el fin de la ceremonia. Una sombra de viviendas se arrodillaba en una eterna reverencia, lamiendo los pies de la catedral, el Seo, mientras ésta se crecía, orgullosa y con la espalda recta, mirándolas por encima del hombro.

Cuando la luna reinaba el cielo en su absoluta redondez, toda la atención recaía en la catedral de Restemère. La ciudad del martillo forjaba un silencio artificial de pasos sordos y acompasados. Con las cabezas inclinadas, lentamente, los ríos de gente confluían en la catedral. Las suelas de metal arrancaban sollozos del suelo de piedra. El ritmo de Restemère. Una vez al mes, el concilio del Seo reunía a los ciudadanos para reconstruir el mundo.

Bajo los inexpresivos rostros se escondía gente ansiosa, deseosa de castigar, de ver una nueva luna alzarse; Gente temerosa de ser objeto de falsas acusaciones, deseando abandonar la fila y echar a correr lejos de aquella gran máquina de tortura que era la ciudad; Gente cuya moral se hallaba putrefacta por vivir aquello cada mes; Gente que aborrecía la tradición, pero que se negaba a hacer nada porque detestaba estar muerto sólo un poco más de lo que detestaba aquel acontecimiento.

Un golpe seco tras un crujido indicó el cierre de las puertas. La ceremonia había comenzado. Las miradas permanecían caídas. Las seis naves desprendían el calor de la muchedumbre. Mientras, en el núcleo del edificio, el altar acogía a siete personas, los Cuerpos. Cada uno de ellos encaró una de las alas, las inmensas naves de la catedral. El último de ellos, el que quedó en el centro, levantó los brazos al aire. Sobre ellos, unos cuatro metros por encima, un anillo de llamas ardía sobre una estructura de hierro suspendida en mitad de la nada por seis cadenas.

Nadie tenía miedo. Sabía que el tiempo acechaba resoplando sobre su nuca. Debía correr más rápido que el reloj astronómico del enorme monumento. El hierro de sus botas creaba truenos al reposar suavemente sobre la gastada piedra del suelo, no había manera posible de correr sin llamar la atención. Se descalzó. Envuelta en sus ropajes negros se zambullía en los charcos de oscuridad que salpicaban los callejones, escondiéndose del resplandor del enorme Seo que presidía la ciudad. La titilante luz de las llamas cruzaba las vidrieras abalanzándose sobre los edificios que quedaban por debajo, derramándose por la ciudad. Las sombras guiaron a la muchacha por las estrechas calles hasta el muro exterior, el límite de Restemère. Más allá, el desierto de arena blanca y grises árboles secos se extendía de manera indefinida. Abandonó el sigilo en el mismo momento en que se deshizo del envoltorio de las sombras. Un paso, dos pasos, tres, cuatro, cinco, zancada, zancada, salto largo. Había terminado a pocos centímetros de la gran pared con las piernas flexionadas listas para saltar. Sabía que si se impulsaba lo suficiente sólo necesitaría apoyar un pie en el muro para alcanzar el borde y salir de la ciudad. En un milimetrado movimiento, las piernas se estiraron con potencia, levantando a la chica en paralelo a la muralla. Empezaba a dejar de ganar altura y, cuando ya no ascendía más, apoyó los dedos desnudos de su pié sobre la fría piedra y apretó con fuerza para darse el último impulso. En cuanto empujó sobre el muro, el pie se deslizó hacia abajo, haciendo que Nadie perdiese la fuerza del salto y, con ella, el equilibrio.

El círculo de llamas era la única fuente de luz que, sobre los Cuerpos en el centro del edificio, iluminaba la catedral. Las cabezas gachas ocultaban sus ojos del círculo péndulo de fuego. Una melodía expulsaba al silencio. Seis guitarras ocultas embriagaban cada una de las naves. Como un viento, la música mecía las llamas de las antorchas flotantes. La ceremonia había comenzado. El movimiento de los Cuerpos se acompasaba al de la luz, mientras uno de ellos desentonaba acercándose a los fieles de su nave. Algunas de las humildes cabezas no soportaron la presión y alzaron la vista, mirando a un lado y a otro, temiendo ser elegidas. Una de ellas lo fue. La melodía aceleró su ritmo, las llamas se atenuaban por el peso del viento que desprendía la música. La persona elegida miró hacia atrás. La súplica en sus ojos no despertó compasión alguna en quienes fueron capaces de verla. Entonces sucedió. Los ensordecedores acordes impedían oír el grito de aquel pecador elegido. Ese era el objetivo de la canción: el trance y el secreto. Así se castigaban los pecados en la catedral de Restemère. Mirar hacia atrás y no huir era peligroso.

Desde las inertes casas colindantes a la muralla se podía ver que la ceremonia había comenzado. La única luz, antes roja, viva y fuerte, de la catedral, ahora era tenue y danzante. En poco tiempo iluminaría la ciudad en tonos azules y verdes, como ocurría todas las noches de luna llena. La guardia de puerta miraba hacia la catedral. A los vigías les gustaba imaginar la ceremonia cuando no podían acudir por estar de servicio. Estudiaban el movimiento de la luz, como el latido de un corazón a punto de pararse, intentando adivinar el momento de inflexión. Un destello de luz azulada sorprendió a ambos. En el momento en que el pie de Nadie resbaló hacia el suelo, la piedra del muro comenzó a brillar en un intenso y cegador color azul. Un brillo que se extendió a lo largo de toda la muralla. Las sombras corrieron a esconderse. El tiempo que Nadie tardó en ponerse de nuevo en pie, frotándose la cadera derecha para mitigar el dolor de la caída, fue suficiente para que el clamor que se había originado en la catedral sobrepasase sus puertas y se dirigiese hacia la zona de la muralla que acababa de ser profanada. Los pasos, todos provenientes de la misma dirección, sonaban acompasados pero, cuando la guardia de puerta se unió a la caza, el laberinto de sombra y sonido se convirtió en locura y terror. Nadie se encontraba bloqueada en un mar de sentidos, siendo incapaz de ignorarlos. Luces, golpes, ruidos, dolor, miedo, olor a basura, sequedad de boca. Los Cuerpos, carentes de esos sentidos, avanzaban andando a una innatural velocidad. Todos los fieles corrían como podían por detrás de ellos. Todos menos Uno. Uno no corría. Uno no iba detrás de ellos. Uno miraba al grupo alejarse. Uno andaba con la lentitud del silencio, de espaldas, para huir de aquella tortura. Uno chocó contra la áspera madera de la puerta del Seo. Se volvió asustado. La áspera madera de la puerta del Seo era el áspero tacto del cuerpo de uno de los Cuerpos. Gritó. Los pasos de la muchedumbre sonaron más alto. Así se castigaban los pecados en la catedral de Restemère. Huir mirando hacia atrás era peligroso.

Ahora que había encendido la muralla su única vía de escape, cualquiera, se había disuelto en un vaso de luz azul y brillante. Nadie estaba rodeada de ciudadanos. De ciudadanos y muro. Sin pensarlo demasiado inició la carrera por uno de los callejones. Estaba ocupado como todos, pero a base de empujones y sin ceder un solo ápice de su ímpetu, fue apartando a la gente entre golpes hasta que pudo cruzar la barrera de carne. Trepó al tejado de la casa más cercana, de una sola planta. Desde el tejado miraba a la gran masa informe que no tardaría en subir a atraparla. Permaneció estática viendo como seis de los Cuerpos se elevaban, levitando en el aire.

Mirar hacia atrás y no huir es peligroso.”

La velocidad de la carrera le dio impulso suficiente para alcanzar el siguiente tejado. De nuevo se dirigía hacia el muro. A lo lejos había un edificio de tres plantas que se elevaba por encima del muro. Se convirtió en el objetivo de Nadie. Aceleró todo lo que sus piernas le permitían. El dolor de la cadera desapareció, tan solo estaba ella. Ella, la carrera y el edificio.

Huir mirando hacia atrás es peligroso.”

Nadie distraía a Nadie. El ruido de los Cuerpos detrás de ella no parecía suponer una amenaza. Tres pasos, dos pasos, un paso. El borde del último tejado y la ventana abierta del edificio de tres plantas. Un salto. Nadie cruzó el aire junto con los Cuerpos. Nadie cruzó la ventana junto con los Cuerpos. Nadie golpeó a los Cuerpos empujándolos contra los Cuerpos. Corrió al último piso. La mano le ardía. La escalera terminó. La última ventana la esperaba con la boca abierta. El aire acogió a Nadie de nuevo en sus brazos.

Huir y no mirar hacia atrás es peligroso.”

La locura de la desesperación obvió que estaba saltando desde un tercer piso. Los ojos no lo hicieron mientras flotaba en descenso sobre el destello azul del muro. Los Cuerpos la vieron caer desde la inseguridad de Restemère. El impacto contra el suelo no dolió tanto como esperaba, la tensión le permitió ponerse en pie de nuevo. Más tarde le dolería, ahora no. Ahora estaba fuera de la ciudad. Dentro los pecadores sufrirían más castigos.

A lo largo de la noche, mientras la luna se ubicaba sobre la ciudad, las almas de los pecadores castigados ascendieron hasta llegar al satélite. De nuevo, los Cuerpos reescribirían las reglas del mundo. Restemère se apagó bajo el foco de la luna. La luna se apagó vertiendo su luz encima de la ciudad.

Los Cuerpos reescribieron las normas del mundo y el mundo sólo fue lo que había dentro del muro. Y Nadie fue nadie. Así se castigaban los pecados en la catedral de Restemère.

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