Todos los sueños tienen un detalle que es constante. Es la base en la que se sustentan y a partir de la cual se construyen. Probablemente sea este detalle recurrente el que con más nitidez se sueña y con más nitidez se recuerda.
Se trata de los pilares de los sueños, algo intrínsecamente unido a los soñadores, siendo un reflejo de su ser más profundo y original. Es por eso que estos detalles cíclicos cambien ampliamente de una persona a otra.
Para alguno son las nubes, flotando, esponjosas, por un cielo que cortan violentamente con sus nada agresivos bordes de relleno de peluche. En otros sueños es la lluvia, insonorizando las voces oníricas con su ensordecedor juego de tambores cuando golpea la tierra. Otros sueños están dominados por las constantes facciones de una cara habitualmente ajena.
La variedad es prácticamente ilimitada, pero lo más común es que puedan interpretarse de la mayoría de pilares ideas como “algo que fluye,” “novedades,” “alegría” o “diversión.”
Para Hojaseca no era tan sencillo. En la optimista sociedad de los soñadores, las pesadillas no podían ser más que un lastre tanto para el individuo como para la comunidad. La gente trataba de evitar a Hojaseca, sin embargo no trataban de desviar sus miradas y siempre acababa viéndose justo en el medio de un océano de miradas de desaprobación y miedo. Como en el ojo de un huracán, pero al revés.
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–Y por eso me llamo Calor Dellama. –Dijo uno de los integrantes del grupo que se había reunido a la mesa, tras explicar la detallada sensación calorífica en sus sueños, donde siempre había una hoguera, cerilla o chimenea.
Lachica Delcafé, Cachorro y Vuelo sonrieron tras escuchar la historia y, a continuación, todos dirigieron su mirada a la única persona que no había pronunciado palabra.
–En el mío se repiten las hojas secas.
Después de unos instantes de silencio, sólo Vuelo se atrevió a intervenir al darse cuenta de que no iba a haber una historia detrás de esa afirmación.
–Hojaseca, entonces. ¿No nos cuentas alguno de tus sueños?
Las miradas comenzaron a pesar sobre la pequeña presencia de Hojaseca igual que la ropa de abrigo en un lugar excesivamente calefactado. Aunque aún no entendía por qué, podía sentir cómo había algo en sus sueños que los diferenciaban irremediablemente del resto. Las miradas seguían ahí, y seguirían después, toda su vida. Serían miradas de miedo en lugar de interrogativas.
Cogió aire lentamente, tratando de alargar el tiempo hasta que el momento de contar un sueño no llegase. Pero el tiempo era más largo que sus pulmones. El momento había llegado.
–Voy a contaros entonces el último de todos. Empieza con alguien sentado a vuestro lado, alguien a quien conocéis, estáis hablando de cualquier cosa mientras vuestro asiento comienza a elevarse descubriendo un paisaje hermoso. A vuestros pies, cerca de la noria, la gente camina feliz con dulces en sus manos, las demás atracciones girando, subiendo y bajando en un juego de luces atenuado por el brillo del sol. Un poco más allá se ven los límites del parque de atracciones y comienza la inmensa arboleda en la que está incrustado. Finalmente, a lo lejos, puede verse el río adentrándose en la ciudad con su curvado recorrido. Termina el viaje y bajáis de la noria. Camináis por las calles del lugar con sendos dulces de manzana hasta llegar a la entrada principal del parque. Todo queda a vuestras espaldas. De pronto algo llama vuestra atención. A escasos metros de distancia hay más de un árbol, todos ellos con hojas, pero sólo una hoja de uno de aquellos árboles capta vuestro interés. El verde intenso de la hoja comienza a ser invadido por un cambio de color progresivo. El naranja intenso del otoño avanza por las nervaduras como si dibujase venas entre el verdor y de ahí se va extendiendo hasta hacerse dueño de todo el conjunto. Lo hace de una manera tan lenta que sabéis que no ha sido vuestra imaginación, pero lo suficientemente rápida como para no daros tiempo a reaccionar. En el resto del árbol las hojas comienzan el mismo proceso de manera aleatoria, lanzando destellos con los reflejos del sol, rivalizando con las luces de la feria, ganando incluso. Os acercáis al árbol para arrancar una de las hojas que aún se conserva verde. El suave tacto de la hoja contrastando con la aspereza en el reverso domina vuestros sentidos hasta que sois sólo tacto. Lo robusto, fuerte y vital de la hoja empieza a perderse en vuestra mano. Podéis sentir cómo desaparece su grosor, cómo va endureciéndose cual papel viejo, cómo se afilan sus bordes y, finalmente, la sola presión de vuestros dedos al sostenerla es suficiente para quebrarla. El árbol ya se ha convertido en un gigante cono naranja con alguna que otra mancha de oleoso amarillo, pero a pesar de ello el proceso continúa. Las hojas se oscurecen, acercándose al marrón de la tierra pero conservando aún la esencia de su original naranja. Algunas caen dejando ver un tronco que ha abrazado la negrura. Es entonces cuando miráis el resto de árboles, que han debido de haber seguido el mismo proceso. Os giráis para ver los árboles del parque de atracciones, pero descubrís que ya no hay nadie. Nadie os acompaña, nadie pasea por las calles con sus dulces, nadie maneja la maquinaria, que está ahora parada, como una amenaza inmóvil. La fragilidad de las hojas secas llega a ser tal que permite al viento ser capaz de volatilizarlas en su práctica totalidad. Algunas de ellas permanecen en el suelo, dándole su tinte. El hasta entonces vivo parque de atracciones se encuentra vacío ante vuestros ojos, abarrotado de árboles negros y secos con sus puntas como estacas mirando en todas direcciones. El parque muerto y vacío, mientras los restos de hojas secas se expanden para invadirlo, las secas ramas de los arbustos también.
Silencio. Las miradas pesaban más, pero ya no como ropa de abrigo. Todos se hallaban inmersos en una historia que desconocen que había terminado.
–¿Y qué sucede entonces? –Preguntó Cachorro.
–¿Entonces? Entonces no sucede nada.
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Entonces sucedió que Hojaseca no volvió a contar sus sueños. Después de aquello, todo el mundo la miraba con el miedo que otorga la incomprensión y la diferencia. Tenían miedo a lo que esos sueños podían significar sobre la personalidad de Hojaseca. Tenían miedo de contagiarse. Pero, sobre todo, tenían miedo de ser repudiados de la misma manera.
Ella tampoco disfrutaba con todo aquello. Prefería sueños felices y maldecía su mala suerte, o su nula habilidad, por tener tan poco control sobre sus sueños, algo que sabía que tenían todos los Soñadores que ella conocía.
Para soportarlo, se centraba en las hojas secándose, en su transformación. Para ella ése era el momento de máxima belleza tanto literal como metafórica. Era el único momento donde el pilar de sus sueños podía tener el significado de “fluir.” La gama de colores de las hojas era capaz de llenar su alma como no lo hacía ninguna otra cosa. Naranja, Rojo, Amarillo, Marrón, Ocre, Granate… Las posibilidades eran infinitas, y el súmmum de la belleza cuando todas las hojas se juntaban en el mismo cuadro, segundos antes de caer en la negrura.
De esta manera, Hojaseca podía soportar el trato que recibía e incluso soportar todos sus sueños, que eran más bien pesadillas. Pesadillas todos ellos. Todos ellos salvo uno.
Era otro parque, éste sólo de vegetación. Un amplio claro rodeado de árboles y, en el centro, un arce blanco. A los pies del árbol, una niña pequeña, de unos 5 años, que apoya la espalda contra el árbol, sentada en el suelo, mientras se abraza las rodillas temblando de frío. No hay nadie que la proteja. De nuevo el mismo proceso, igual de bello. Algún matiz diferente. Sólo el arce empieza a secarse hasta convertirse en un árbol de bronce que brilla con luz propia, adueñándose del protagonismo de todo el cuadro. Súbitamente todas las hojas caen del árbol a la misma velocidad que una sábana que comienza a empaparse se hunde en un lago. Caen las hojas con su lenta cadencia sobre la niña, cubriéndola hasta convertirse en una manta de hojas. Entonces, el arce, desnudo, pero aún con el color de la vitalidad en su tronco, recoloca la manta y abraza a la niña.
Al pensar en la persona que viviría aquel sueño al cerrar los ojos, Hojaseca fue capaz de comprender por qué todos y cada uno de los Soñadores que conocía estaban orgullosos de su trabajo: Fabricar sueños.