¡Ah, la cigüeña!¡Qué metáfora más delicada!
Recuerdo aquel tiempo cuando intenté explicarlo a uno de vosotros. Imagina una cigüeña, le dije. ¡Pero qué poca imaginación! Imaginó la cigüeña y creyó que era real.
– ¿De veras así nacen los bebés? – Me preguntó.
– Pues claro, ¿cómo si no iban a nacer? – Y me creyó palabra por palabra, ¡qué ingenuo!
No esperaría que se lo contara como si lo fuese a entender, ¿verdad? Luego decís que son mentiras, cuentos de niños, paparruchas. Habéis descubierto cómo se crea un cuerpo y os sentís superiores a las cigüeñas que vienen de París.
¿Vosotros habéis visto un alma? Tienen una forma vaporosa que hace cosquillas al mirarla. A su alrededor hace un calorcito tan agradable que se juntan unas con otras chocando sus inconsistentes bordes con un vibrar al tacto así como el de la gelatina. Cuando miras a través de ellas, una neblina dulzona muestra sus pensamientos. A veces, al mirar, me encuentro la cara juguetona de otro alma escondida detrás. Son como peluches de nube. Su voz es aguda sin ser estridente, suave como la caricia de la crin de un caballo. Y juegan, juegan siempre. Son pequeñas bolitas de felicidad que buscan un lugar al que ir, siempre mirando al gran semáforo que pende sobre el mundo de las almas. Con sus joviales sonidos se avisan unas a otras cada vez que el semáforo habla:
“Rojo.”
El semáforo siempre dice “rojo.” Y mis peluches esperan con paciencia, adormilándose con el calorcito que se dan. Me parecen tan adorables que me gusta darles una alegría:
¡Verde!
Saltan y rebotan unas con otras. El rojo de las mil puertas que rodean el mundo de las almas deja paso a las dos o tres luces verdes que imbuyen en las almas un estado de excitación tal, que todos sus gritos juntos parecen risas lejanas. Y cruzan la puerta.
¿Cómo, criaturas, pensáis que podéis entender lo que hay al otro lado de la puerta si nunca habéis visto un alma?
Al otro lado hay mundos repletos de almas maduras y cuerpos. Mundos con cuerpos que esperan almas candentes que albergar. Y elegir no es fácil, os lo aseguro. Cuando llegan me miran con impaciencia, con sus grandes ojos brillando de ilusión. Unos ojos que preguntan: “¿Es aquí?¿He llegado?” Unos ojos que se humedecen cuando sacudo lentamente la cabeza y les respondo: “Rojo.” Pero al final siempre llegan, termino asintiendo y brincan de emoción hasta entrar en el cuerpo. Y allí olvidan a la cigüeña, y el semáforo, y el viaje…
Si no entendéis, pequeñas criaturas, que la cigüeña no es un ave y que, por mucho que os diga la ciencia, venís de París (o de las cuevas), ¿cómo esperáis saber algún día quién soy yo?